«Hijitos míos, esto os escribo para que no pequéis. Mas si alguno pecare, un valedor tenemos ante el Padre, Jesucristo, justo. Y Él mismo es sacrificio expiatorio por nuestros pecados. No solamente por nuestros pecados sino también por los de todo el mundo». (1Jn 2, 1-2)
Este tema me gusta mucho, porque es una pequeña guía para confesarnos, especialmente en estos tiempos tan difíciles, y que podemos caer en el peligro de no saber o no querer confersarnos.
San Juan nos exhorta: ¡no pequéis! Pero cuando pecamos tenemos a uno que nos vale, nos defiende, nos purifica y hace brillar de nuevo nuestra alma: Jesús. Él ha ofrecido un sacrificio perfecto al Padre para expiar tu pecado, el sacrificio de sí mismo en la cruz: por la sangre de Cristo quedamos redimido.
Cuando Jesús resucita, y va a con sus apóstoles, a éstos les confiere el poder que sólo Él tiene de perdonar los pecados. «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedarán perdonados. A quienes los retengáis les quedarán retenidos». (Jn 20, 20-23) Desde entonces, los apóstoles tienen tan gran don. Don tan efectivo que cuando dicen «yo te perdono tus pecados» ese alma queda salvada y limpia.
Los apóstoles, a su vez transmiten este poder a sus sucesores, es decir, los obispos. Los obispos son los sucesores de los apóstoles. Éstos a través de la imposición de las manos entregan también esta facultad de perdonar los pecados a los sacerdotes, sus colaboradores, de manera que cuando un sacerdote perdona los pecados es Jesús mismo quien me perdona. «Yo te absuelvo de tus pecados...», dice la fórmula; cada vez que el sacerdote me absuelve de mis pecados, es Jesús quien me absuelve. Por eso, con gran confianza hemos de acercarnos frecuentemente a la confesión.
El sacramento de la confesión es el que hace caer sobre mí toda la sangre de Cristo derramada en la cruz, purificándome de todos mis pecados, devolviéndome o aumentando la vida de la gracia, fortaleciéndome contra el diablo y sus tentaciones y haciendo que Dios pueda vivir a gusto en mi corazón limpio.
Es importante mencionar que cada alma es sagrada. Porque en ella esta el sello de Cristo, y Dios mismo se ha hecho hombre para salvar a ese hijo de Dios como si fuese único. Por eso, la Iglesia, siendo siempre consciente de esto, da a la confesión algo muy especial; lo que llamamos el «SECRETO DE CONFESIÓN», es decir que lo que tú le digas al sacerdote en la confesión queda solo ahí. Es tan sagrado ese momento, que el sacerdote no puede mencionar o sugerir a nadie jamás lo dicho en la confesión, de lo contrario caería en EXCOMUNIÓN LATAE SENTENTIAE (Decretum de sacramenti Paenitentiae dignitate tuenda de 23 de septiembre de 1988). No hay que tener miedo de abrir nuestra alma de par en par con sinceridad, si hay algo que cuesta decir, pidamos ayuda al sacerdote para que sea más fácil. Pero vayamos a la confesión...
¡Viva Cristo Rey!
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