La Viril Castidad

El hombre está hecho para vivir de Dios. El ser humano ha sido creado para vivir de Dios y de su misma dicha, felicidad, alegría, gozo, etc. Hemos sido creados para Dios «y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descansé en él» (cf. San Agustín).

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Pero cada persona creada, tiene una misión que llenar. Todos, por el pecado, nos hemos torcimos, y perdimos el norte. Es por eso que nos cuesta tanto buscar lo que es bueno, justo y recto. Pero por nuestro ser Iglesia, y porque Cristo nos ha injertado en Él por el Bautismo, podemos llamarnos verdaderamente «hijos de Dios». Cada uno tiene la gracia que Dios da, para poder llenar el plan divino. Cada hombre tiene que realizarse, en el día a día, y configurarse según Dios nos pensó y nos amó desde la eternidad. 
Pese a los ataques que los cristianos tienen, a pesar de la ideología de género y otras tantas corrientes que no hacen más que desfigurar al hombre y quitarle su propósito sobre la tierra; tenemos que confiar y nadar contracorriente.  Y hacernos fuertes en Dios. Y ¡claro que se puede! Ese es el «escándalo» de ser cristianos. Es el «escándalo de la cruz». 

LOS FORJADORES

Y hablando del tema, D. Alfonso Junco, hombre letrado y magistrado, nos habla de la vida de pureza en medio de un mundo donde nadie cree, o no quiere creer, que vivir la pureza del cuerpo y alma es posible y el porqué. Aunque él empieza defendiendo la castidad y el celibato en el sacerdocio, veremos mientras avanza la lectura que nuestro espíritu se ensancha.

D. Alfonso Junco nace en el seno de una familia cristiana en Monterrey, Nuevo León, México a finales del siglo XIX. Vive su vida en un país con tintes antirreligiosos de la post-independecia y reforma masónica de Juaréz que terminan configurando y dándole carácter a nuestro neoleonés, que no duda en defender los derechos y libertades de los católicos y mexicanos ante un gobierno claramente anticlerical. Esto lo hace desde la pluma y el papel, que posteriormente lo llevaron a ser miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

Escribió múltiples obras. Cada una de ellas nos hablan de un verdadero hombre y defensor de lo que vive y anhela para todos: el bien común como cristianos. 


Dejemos que él nos llame la atención. Aquí su obra: 



LA VIRIL CASTIDAD


{..} Muchas incomprensiones y ligerezas suelen decirse acerca de la cuestión trascendental del Celibato de los Sacerdotes. Vamos a examinarla concisamente, con objetividad de hombres laicos que, exentos por ello de interés o compromiso personal, no tenemos otro propósito que entender y justificar las cosas.
.Por libre y voluntaria determinación, el Sacerdote católico renuncia a sus derechos de paternidad humana, para entregarse íntegramente a su paternidad espiritual; para engendrar y nutrir almas, con fervor absorbente y exclusivo, sin las trabas de los cuidados domésticos; para ensanchar, exenta de fronteras, su solicitud paternal, de suerte que todos puedan llamarle por antonomasia Padre.

Sacrificio heroico. ¿Qué es lo que lo inspira y lo sustenta?


En lugar primerísimo, el ejemplo sublime de Jesús, célibe perfecto. También su palabra en loa de la virginidad. (S. Mateo, Cap. 19, 11-12). Asimismo el ejemplo y la declaración reiterada y categórica de San Pablo sobre la supremacía espiritual del celibato (Primera carta a los Corintios, Cap. 7). Y virgen es Juan, el discípulo predilecto. Y la Madre de Dios condensa en sí todos los aromas de la pureza, y hace propio el nombre genérico, y los siglos la conocen y aclaman por la Virgen. 

Pero ¿cómo podremos estimar y sentir estas cosas si todo lo vemos con mirada carnal y andamos sumergidos en el lodo? Muchos, asfixiados en sus mezquinos horizontes, declaran que la castidad es absurda e imposible. Más fácil resulta declararla así que intentarla virilmente. Y aquí cabría recordar una palabra del propio Jesús: «NO arrojéis margaritas a los puercos». 


Quienes no conocen ni tratan a los sacerdotes, quienes a todos los engloban, desde lejos y a ciegas, bajo un nombre cargado para ellos de prestigios tenebrosos y fantasmales: el clero, ésos son los que se alarman del peligro y truenan contra las costumbres eclesiásticas, queriendo por remedio que se casen los sacerdotes (como si el estado civil diera virtud y no estuviéramos hartos de maridos adúlteros y licenciosos). 

Quienes conocemos y tratamos a los sacerdotes, sabemos cómo son en su inmensa mayoría abnegados y rectos, y cómo muchos tocan las cimas del heroísmo y la santidad. Y podemos suscribir el testimonio insospechable de Renán, que precisamente en el Seminario aprendió la, castidad de que más tarde se gloriaba. «Según mi propia experiencia, lo que se dice de las costumbres clericales carece de todo fundamento, Yo he pasado trece años de mi vida en manos de sacerdotes y no he visto ni la sombra de un escándalo; no he conocido más que buenos sacerdotes».
(Souvenirs d'enfance et de Jeunesse. 111).

Bien podía clamar Lacordaire desde la egregia cátedra de Nuestra Señora de París. «Somos fuertes porque poseemos esta virtud, y bien saben lo que hacen aquellos que atacan el celibato eclesiástico, aureola del sacerdocio cristiano. Las sectas heréticas lo han abolido entre ellas; es el termómetro de la herejía: a cada grado de error corresponde un grado, si no de desprecio, al menos de disminución de esta virtud celeste».

No mutilación, sino plenitud.
 

Descendamos a lo que todo hombre de razón puede entender. ¿Os figuráis nada más tristemente risible que un ministro buscando novia, o embebido con ella en coloquios y arrumacos, escenitas de celos, pleitos y reconciliaciones? ¿No quedarán así mermadísimos la seriedad, el vigor, la fecundidad de su ministerio? 
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¿Y el ministro papá, pendiente de la señora y de los niños, con obligación de proveer al sustento de todos? O habrá de trabajar en cosas profanas para sostener a los suyos, y entonces el ministerio quedará postergado o anulado, o bien se dedicará íntegramente al servicio religioso y entonces pesará sobra los fieles la carga económica de toda la familia ministerial. 
Y en cualquier caso, no podrá ser más de lo que son los ministros sinceros y honrados: un hombre estimable y bueno, como puede serlo un buen católico laico, que dedique parte de su tiempo a labores benéficas o apostólicas. Pero la pasión por Dios, el ímpetu exclusivo por Dios, el glorioso desasimiento de todas las criaturas, el heroico asistir a enfermos contagiosos o a soldados en batalla, el lanzarse a misiones con abandono de todo y peligro de la vida ¿dónde estará?. ¿Se habrá casado el ministro para desamparar a su familia, o la cargará consigo a los rincones del Africa salvaje?..
¡No! No puede sostenerse, ante un examen desinteresado e imparcial, que en el sacerdote sea mejor el matrimonio que el celibato. Ilustres escritores profanos lo han reconocido. Ya lo confesaba el francés Michelet; ya entre nosotros López Velarde, en una página de "El minutero"; ya lo proclamaba Víctor Hugo en Los trabajadores del mar: «Las religiones que prescriben el celibato a sus sacerdotes saben bien lo que hacen. Nada destruye tanto el sello sacerdotal como amar a una mujer». (3a. parte, libro III, Cap. II).

Y, si se me permite un toque humorístico en tema tan grave, recordaré que en el Evangelio se afirma que «no se puede servir a dos señores». Pues si no se puede servir a dos señores, ¿qué será el querer servir al mismo tiempo al Señor... y a la señora? .

Cristo expresamente pide, a los escogidos que quieren seguirle más de cerca, que dejen sus bienes, que o abandonen todo, que tomen su cruz y que lo sigan. Pide un amor exclusivo y total, un "corazón indiviso", como escribe San Pablo. Y ¿cómo no ha de ser así para el amor divino, si para el amor humano lo exigimos, según canta la copla? "Corazones partidos yo no los quiero; cuando yo doy el mío lo doy entero". 

En suma. La Iglesia Católica, al implantar el celibato para los que libremente lo eligen al elegir el sacerdocio, no es sólo santa, a imitación de Jesús: es también sabia. Y si espiritualmente se mira la excelsitud y grandeza del ministerio, el celibato sacerdotal no es mutilación, sino plenitud.

Lo que dice el Concilio



El cristianismo es siempre nuevo, pero nunca novelero. Y se ha desatado ahora una racha de novelerías, que con grave ignorancia o ligereza se achacan al Concilio Vaticano II. Pero si va uno a la fuente, como se debe ir, encuentra que el Concilio nada dispone sobre aquello, o expresamente dispone lo contrario de lo que se le atribuye. .¿Qué dice sobre el celibato sacerdotal?, ¿Es cierto, como se propaló terca y ruidosamente por los periódicos, que el Concilio deja esto en suspenso o lo pone en términos borrosos? Nada de eso. He aquí su dictamen categórico: 

«El celibato, que primero sólo se recomendaba a los sacerdotes, fue luego impuesto por ley en la Iglesia Latina... Esta legislación, por lo que atañe a quienes se destinan al presbiterado, LA APRUEBA Y CONFIRMA DE NUEVO ESTE SACROSANTO CONCILIO».

Así textualmente consta en el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros, número 16, donde se dice, con belleza profunda, que «el celibato está en múltiple armonía con el sacerdocio», y se exponen conceptos como los que siguen:

«La perfecta y perpetua continencia por amor del reino de los cielos, recomendada por Cristo Señor, aceptada de buen grado y laudablemente guardada en el decurso del tiempo y aun en nuestros días por no pocos fieles, ha sido siempre altamente estimada por la Iglesia, de manera especial para la vida sacerdotal. Ella es, en efecto, signo y estímulo al propio tiempo, de la caridad pastoral, y fuente particular de fecundidad espiritual en el mundo».

En consecuencia: 

«Exhorta este sagrado Concilio a todos los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, aceptaron el sagrado celibato por libre voluntad a ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo magnánimamente y de todo corazón y perseverando fielmente en este estado, reconozcan ese preclaro don que les ha sido hecho por el Padre y tan claramente es exaltado por el Señor». 

Nada de actitudes negativas o ambiguas; afirmación resuelta y luminosa. Pero se aluda a las mundanas objeciones:

«Y cuanto más imposible se reputa por no pocos hombres la perfecta continencia en el mundo del tiempo actual, tanto más humilde y perseverantemente pedirán los presbíteros, a una con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden, empleando, a par, todos los subsidios sobrenaturales y naturales, que están al alcance de todos. No dejen de seguir, señaladamente, las normas ascéticas que están probadas por la experiencia de la Iglesia...».
 .

Finalmente, no ya a los sacerdotes sino a todos los cristianos nos pide el Concilio la sobrenatural estimación y el invencible afecto a esta virtud celeste:

«Ruega, por ende, este sacrosanto Concilio no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que amen de corazón este precioso don del celibato sacerdotal...».


LA VIRIL CASTIDAD

Y aquí es donde parece oportuno que enfoquemos, ya en su aspecto más amplío y general, este problema palpitante: la castidad varonil. Demasiado sé que en la hora de hoy, mientras no zambullimos en el fango como en una piscina, puede sonar a estrafalario hablar de castidad varonil; mas precisamente por eso hay que hablar, franca, directa, masculinamente.

¡La viril castidad! Virtud de hombres. No de cobardes, no de apocados, no de enfermizos, no de rutinarios, virtud de hombres, que comprenden cuan cargada de experimentadísimo saber está aquella ecuación del victorioso mariscal Foch: "Victoria: igual a: Voluntad". 


Mas para poner el peso todo de la voluntad en esta batalla y traducir la guerra en victoria, es forzoso ganar primero el entendimiento. Deshacer prejuicios lanzados por la pereza, la concupiscencia, el interés vergonzante: «La castidad se dice en triples objeciones: es antinatural; la castidad es nociva a la salud; la castidad es imposible».


Hay que barrer, con chorros de luz, toda esta sombra de conspiración, y, seguros de que la pureza es un ideal no sólo hermoso, sino natural, salutífero, vigorizante, trocado en práctica por muchas almas limpias, entrar de lleno en la pelea, y aplicar a la salvaguarda y conquista de la pureza, todo el brío, toda la sagacidad, todo el tesón y toda la alegría.

Siempre he creído que la fe es una castidad. Y creo también que la castidad es una fe. Sin fe en ella, sin la certidumbre y el ímpetu propios de la fe, la castidad será ilusoria o precaria. Hay que enraizar esta certeza, y luego, echarla a florecer en actos. 

Nosotros, los varones, exigimos pureza en la mujer. No estamos todavía tan prostituidos como para aceptar en la hermana, en la novia, en la esposa, en la hija, el deshonor. Y si somos, con plena justicia, exigentes, y no pensamos que en la mujer sea antinatural, ni nociva, ni imposible la pureza ¿por qué ha de serlo en el hombre? Del mismo barro estamos hechos y nuestros organismos son recíprocos.

La historia de la escultura de 'La Virgen velada' de Giovanni Strazza
 
Cierto es que ruge más bronco el huracán en el hombre y exige mucho más brava resistencia. Cierto que la caída de la mujer tiene repercusiones infinitamente más subversivas y dramáticas en el hogar y en la sociedad. Pero la moral es una para todos; el decálogo rige para mujeres y varones por igual. Y, para el cristiano, esa norma igual es firme y diáfana. Continencia absoluta en el célibe; fidelidad perfecta en el casado. Y, dentro del matrimonio, nada que artificialmente frustre el designio de la naturaleza: la vida que puede venir. 
 
Norma austera y sagrada. Norma de salud y pujanza en lo personal y en lo social. Norma que defiende precisamente los fueros y propósitos de la naturaleza, vivificándolos y enriqueciéndolos de savia sobrenatural. 

Ni antinatural, ni nociva, ni imposible...


Fisiológicamente, la dualidad de sexos se encamina a la perpetuación de la especie. Esta es su razón directa, patente, indubitable. Los animales, que no pueden alcanzar las cumbres humanas, pero tampoco sus abyectas degeneraciones, aquí nos dan lección, obedeciendo la ley natural. Toda acción que burle el fecundo propósito de la naturaleza, va contra la naturaleza. Y, para el hombre, la perpetuación de la especie sólo es digna, legítima, cumplidora de su sentido no únicamente animal sino moral, en la santidad del matrimonio. ¿Por qué? Porque el vástago humano necesita, aparte el cuidado físico - mayor y más prolongado que en las especies inferiores -, el desarrollo intelectual, la formación del carácter, el apercibimiento del espíritu, la educación en suma, que de manera natural también, pide y requiere la acción conjunta del padre y de la madre: fuerza y dulzura, sostén exterior y delicadeza íntima , abrazados por firme vínculo en la unidad del hogar. Por eso es la orfandad una de las desgracias más hondas, y contra ella hay que elevar asilos o instituciones que remeden y traten de suplir el hogar insustituible. Pero ¿hay cosa más antinatural, más viciosa, más enemiga de lo que exigen la razón y el bien, que dejar al hijo huérfano en vida de los padres, o porque ellos se aparten para nuevas uniones, o porque los lleve la concupiscencia a regar vástagos al azar, con descuido de sus primarias obligaciones paternas?


Quiere, pues, la pureza, que se respeten las normas de nuestra naturaleza fisiológica y de nuestra naturaleza racional.
¿Lo que acata esas leyes naturales, será nocivo a la salud? 

La razón, la experiencia, la ciencia, claman que no. Es, en cambio, patente el estrago que en la salud consuman los descarríos sexuales. Agotamientos prematuros, desajustes nerviosos, enfermedades inmundas, lacras hereditarias. ¿Y no sabe a estólido sarcasmo, que se invoque la salud para defender tal catástrofe de la salud? 

Pero, sin llegar al extremo, ¿no nos consta, por experiencias cotidianas, que la continencia es parte esencial en el buen entrenamiento del pugilista, del torero, del atleta, del deportista? ¿Qué quiere esto decir sino que la incontinencia es enemigo del vigor, y la continencia su aliada?
 

¿No sabemos, otro dato a la vista cómo el hombre suele imponer forzada abstención a animales que intenta precisamente llevar y lleva así a un máximo desarrollo y crecimientos.

Es que el licor de la vida no tiene por único objeto comunicarla, sino también fortalecerla y aumentarla en el organismo propio. Si la actividad exterior se limita por la sobriedad o se suprime por la abstención, aquella vital substancia se aprovecha en lo personal, e "intensifica nuestras actividades fisiológicas, mentales y espirituales". Estas últimas son palabras de un sabio, el insigne doctor Alexis Carrel, en su libro "L'homme, cet inconnu". Y ésta y otras verdades convergentes, son conocidas y proclamadas por todos los positivamente serios hombres de ciencia, cuyos testimonios sería fácil tarea entretejer. 

¿A qué se debe el hecho, notorio hoy día como a lo largo de muchos siglos, del nervio físico y mental, de la longevidad fecunda tan frecuente en monjas y religiosos, sino a una vida sobria y ordenada que tiene por primordial cimiento la castidad?

Y luego decir que lo que va de acuerdo con las leyes de la naturaleza, que lo que favorece y vigoriza la salud, no es ni podría ser imposible.  Difícil, sí, difícil como todo lo excelso. Como todo lo que en el hombre intenta domeñar el apetito e imponer el señorío de la razón. Difícil aquí, singularmente, por lo universal e imperativo de la propensión que tiende al desbocamiento; difícil, por la errónea mentalidad que en esto prevalece y actúa con fuerza de atmósfera social; difícil, finalmente, porque en torno nuestro todo conspira hipócrita o descaradamente contra la pureza, en vez de tender a preservarla, fortalecería y educarla.

Ilustración de Hombre Haciendo Ejercicio Con Dibujos Animados De ...
Nos incumbe, por tanto, enderezar nuestro juicio, robustecer nuestro propósito, y trabajar después, en lo personal y en lo social, en el orden de las ideas y en el orden de las costumbres, por todo lo que respete, salvaguarde, corrobore, estimule la pureza. 

Atletismo espiritual
Claro que si el pensamiento se ensucia a la continua, si los ojos van tras la imagen provocadora y el espectáculo lascivo, si conversaciones y lecturas mueven la imaginación y familiarizan en la torpeza, si los bailes suscitan y exacerban inclinaciones inconfesables, si en todo y por todo la sensualidad reina y se cultiva y desboca, nadie podrá súbitamente pararse a la mitad del resbaladero. El que no quiero caer, no se entrega a la pendiente. Quien se arroja a la catarata que se despeña, no podrá remontarla. 

Biblia y Logos: La lujuria (y II)

Pero quien pone los medios, logra el fin. Quien vigila sus sentidos, quien aparta lo que mancha o perturba, quien selecciona y orienta sus pláticas, lecturas, amistades y actividades hacia la generosidad y la limpieza; quien llena su vida de ocupaciones y aspiraciones superiores, letras, arte, ciencia, apostolado; quien emprende, en suma, la educación de la castidad, vence en su empeño. 
 

La pureza es perfectamente posible. La pureza es un hecho, pero un hecho glorioso que requiere hombría. No en balde nuestro egregio castellano la llama, en su plenitud, «entereza». 
Decretar imposible lo que no se tiene la virilidad de acometer, es subterfugio de cobardes. Imposibles parecen las proezas de fuerza y agilidad en los atletas. Pero el triunfo que presenciamos es la coronación de un esforzado, tesonero, severísimo entrenamiento. Sin éste, el atletismo es imposible. Y la castidad es atletismo espiritual.

En conclusión: virtud perfectamente natural, perfectamente salutífero, perfectamente posible, es la pureza.
Fuente de bienestar y poderío en el organismo personal y en el organismo social, hay que buscarla y defenderla con ímpetu viril, con ágil talento, con jubilosa fe.
.


El derrotismo es aquí, como en todo, causa de abajamiento y postración. Quien ha luchado bravamente, sabe que el triunfo es tan alcanzable como hermoso. Sabe que la victoria de hoy prepara y facilita la victoria de mañana. Y que esa sucesión de victorias, vuelta costumbre y ley, tonifica el espíritu y el cuerpo, y da a la totalidad del hombre como a la totalidad colectiva, pujanza, elevación y plenitud.


La aventura cristiana
 
Esforcémonos en nuestra propia purificación y en la purificación de la atmósfera social. No es alarma de espantadizos mojigatos: la ola de fango crece de tal modo y anega tales praderas, que aun los más despreocupados despiertan ya y recapacitan. Todos tenemos sitio que nos reclama con apremio en esta campaña. Nos toca defender el sonriente decoro de nuestras mujeres y la santidad de nuestros hogares, que han sido gloria y dulzura de México aun en medio de sus ásperos cataclismos. Nos toca, singularmente a nosotros, varones católicos, hablar con el ejemplo.


No hay, sin ejemplo, salvadora eficacia. No hay apostolado fecundo sin pureza. Mirad: Sólo de la pureza de María pudo Cristo nacer; sólo la pureza es divinamente fecunda.
Nuestra moral es austera, varonil, exigente. Pero somos y debemos ser, sarmientos pegados a la Vid. Y de ella brota el Vino que da, a raudales, la fortaleza que exige. Repudiar lo mediocre, amar lo heroico, pedir sublimidades: propia definición de juventud; propia definición de cristianismo.



Por eso el cristianismo es joven siempre. Y hoy, que fango pagano hierve y crece con nueva furia en torno nuestro, tócanos redoblar el ímpetu y vivir esa juventud plenariamente. Saber, y sentir, y proclamar con obras, que no somos cristianos para llevar vida fácil, sino vida egregia. Y que el cristianismo es hoy, como en su primera aparición, acometimiento y aventura; no asunto de rutina, sino de hazaña; no empresa de burgueses, sino de apóstoles. {...}

Alfonso Junco (Obra de 1960) 



¡Viva Cristo Rey!

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