El hombre está hecho para vivir de Dios. El ser humano ha sido creado para vivir de Dios y de su misma dicha, felicidad, alegría, gozo, etc. Hemos sido creados para Dios «y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descansé en él» (cf. San Agustín).
Pero cada persona creada, tiene una misión que llenar. Todos, por el pecado, nos hemos torcimos, y perdimos el norte. Es por eso que nos cuesta tanto buscar lo que es bueno, justo y recto. Pero por nuestro ser Iglesia, y porque Cristo nos ha injertado en Él por el Bautismo, podemos llamarnos verdaderamente «hijos de Dios». Cada uno tiene la gracia que Dios da, para poder llenar el plan divino. Cada hombre tiene que realizarse, en el día a día, y configurarse según Dios nos pensó y nos amó desde la eternidad.
Pese a los ataques que los cristianos tienen, a pesar de la ideología de género y otras tantas corrientes que no hacen más que desfigurar al hombre y quitarle su propósito sobre la tierra; tenemos que confiar y nadar contracorriente. Y hacernos fuertes en Dios. Y ¡claro que se puede! Ese es el «escándalo» de ser cristianos. Es el «escándalo de la cruz».
Y hablando del tema, D. Alfonso Junco, hombre letrado y magistrado, nos habla de la vida de pureza en medio de un mundo donde nadie cree, o no quiere creer, que vivir la pureza del cuerpo y alma es posible y el porqué. Aunque él empieza defendiendo la castidad y el celibato en el sacerdocio, veremos mientras avanza la lectura que nuestro espíritu se ensancha.
D. Alfonso Junco nace en el seno de una familia cristiana en Monterrey, Nuevo León, México a finales del siglo XIX. Vive su vida en un país con tintes antirreligiosos de la post-independecia y reforma masónica de Juaréz que terminan configurando y dándole carácter a nuestro neoleonés, que no duda en defender los derechos y libertades de los católicos y mexicanos ante un gobierno claramente anticlerical. Esto lo hace desde la pluma y el papel, que posteriormente lo llevaron a ser miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.
Escribió múltiples obras. Cada una de ellas nos hablan de un verdadero hombre y defensor de lo que vive y anhela para todos: el bien común como cristianos.
Dejemos que él nos llame la atención. Aquí su obra:
LA VIRIL CASTIDAD
{..} Muchas
incomprensiones y ligerezas suelen decirse acerca de la cuestión
trascendental del Celibato de los Sacerdotes. Vamos a examinarla
concisamente, con objetividad de hombres laicos que, exentos por ello de
interés o compromiso personal, no tenemos otro propósito que entender y
justificar las cosas.
.Por libre y
voluntaria determinación, el Sacerdote católico renuncia a sus derechos
de paternidad humana, para entregarse íntegramente a su paternidad
espiritual; para engendrar y nutrir almas, con fervor absorbente y
exclusivo, sin las trabas de los cuidados domésticos; para ensanchar, exenta de fronteras, su solicitud paternal, de suerte que todos puedan llamarle por antonomasia Padre.Sacrificio heroico. ¿Qué es lo que lo inspira y lo sustenta?
En lugar
primerísimo, el ejemplo sublime de Jesús, célibe perfecto. También su
palabra en loa de la virginidad. (S. Mateo, Cap. 19, 11-12). Asimismo
el ejemplo y la declaración reiterada y categórica de San Pablo sobre la
supremacía espiritual del celibato (Primera carta a los Corintios, Cap. 7). Y virgen es Juan, el discípulo predilecto. Y la Madre de Dios
condensa en sí todos los aromas de la pureza, y hace propio el nombre
genérico, y los siglos la conocen y aclaman por la Virgen.
Pero ¿cómo
podremos estimar y sentir estas cosas si todo lo vemos con mirada carnal
y andamos sumergidos en el lodo? Muchos, asfixiados en sus mezquinos
horizontes, declaran que la castidad es absurda e imposible. Más fácil
resulta declararla así que intentarla virilmente. Y aquí cabría recordar
una palabra del propio Jesús: «NO arrojéis margaritas a los puercos».
Quienes no conocen
ni tratan a los sacerdotes, quienes a todos los engloban, desde lejos y
a ciegas, bajo un nombre cargado para ellos de prestigios tenebrosos y
fantasmales: el clero, ésos son los que se alarman del peligro y truenan
contra las costumbres eclesiásticas, queriendo por remedio que se casen
los sacerdotes (como si el estado civil diera virtud y no estuviéramos
hartos de maridos adúlteros y licenciosos).
Quienes conocemos y
tratamos a los sacerdotes, sabemos cómo son en su inmensa mayoría
abnegados y rectos, y cómo muchos tocan las cimas del heroísmo y la
santidad. Y podemos suscribir el testimonio insospechable de Renán, que
precisamente en el Seminario aprendió la, castidad de que más tarde se
gloriaba. «Según mi propia experiencia, lo que se dice de las costumbres
clericales carece de todo fundamento, Yo he pasado trece años de mi
vida en manos de sacerdotes y no he visto ni la sombra de un escándalo;
no he conocido más que buenos sacerdotes».
(Souvenirs d'enfance et de Jeunesse. 111).
(Souvenirs d'enfance et de Jeunesse. 111).
Bien podía clamar Lacordaire desde la egregia cátedra de Nuestra Señora de París. «Somos fuertes porque poseemos esta virtud, y bien saben lo que hacen aquellos que atacan el celibato eclesiástico, aureola del sacerdocio cristiano. Las sectas heréticas lo han abolido entre ellas; es el termómetro de la herejía: a cada grado de error corresponde un grado, si no de desprecio, al menos de disminución de esta virtud celeste».
No mutilación, sino plenitud.
Descendamos a lo
que todo hombre de razón puede entender. ¿Os figuráis nada más
tristemente risible que un ministro buscando novia, o embebido con ella
en coloquios y arrumacos, escenitas de celos, pleitos y
reconciliaciones? ¿No quedarán así mermadísimos la seriedad, el vigor,
la fecundidad de su ministerio?
¿Y el ministro
papá, pendiente de la señora y de los niños, con obligación de proveer
al sustento de todos? O habrá de trabajar en cosas profanas para
sostener a los suyos, y entonces el ministerio quedará postergado o
anulado, o bien se dedicará íntegramente al servicio religioso y
entonces pesará sobra los fieles la carga económica de toda la familia
ministerial.
Y
en cualquier caso, no podrá ser más de lo que son los ministros
sinceros y honrados: un hombre estimable y bueno, como puede serlo un
buen católico laico, que dedique parte de su tiempo a labores benéficas o
apostólicas. Pero la pasión por Dios, el ímpetu exclusivo por Dios, el
glorioso desasimiento de todas las criaturas, el heroico asistir a
enfermos contagiosos o a soldados en batalla, el lanzarse a misiones con
abandono de todo y peligro de la vida ¿dónde estará?. ¿Se habrá casado
el ministro para desamparar a su familia, o la cargará consigo a los
rincones del Africa salvaje?..
Hay que barrer,
con chorros de luz, toda esta sombra de conspiración, y, seguros de que
la pureza es un ideal no sólo hermoso, sino natural, salutífero,
vigorizante, trocado en práctica por muchas almas limpias, entrar de
lleno en la pelea, y aplicar a la salvaguarda y conquista de la pureza,
todo el brío, toda la sagacidad, todo el tesón y toda la alegría.
Cierto es que ruge más bronco el huracán en el hombre y exige mucho más brava resistencia. Cierto que la caída de la mujer tiene repercusiones infinitamente más subversivas y dramáticas en el hogar y en la sociedad. Pero la moral es una para todos; el decálogo rige para mujeres y varones por igual. Y, para el cristiano, esa norma igual es firme y diáfana. Continencia absoluta en el célibe; fidelidad perfecta en el casado. Y, dentro del matrimonio, nada que artificialmente frustre el designio de la naturaleza: la vida que puede venir.
Fisiológicamente,
la dualidad de sexos se encamina a la perpetuación de la especie. Esta
es su razón directa, patente, indubitable. Los animales, que no pueden
alcanzar las cumbres humanas, pero tampoco sus abyectas degeneraciones,
aquí nos dan lección, obedeciendo la ley natural. Toda acción que burle
el fecundo propósito de la naturaleza, va contra la naturaleza. Y, para
el hombre, la perpetuación de la especie sólo es digna, legítima,
cumplidora de su sentido no únicamente animal sino moral, en la santidad
del matrimonio. ¿Por qué? Porque el vástago humano necesita, aparte el
cuidado físico - mayor y más prolongado que en las especies inferiores
-, el desarrollo intelectual, la formación del carácter, el
apercibimiento del espíritu, la educación en suma, que de manera natural
también, pide y requiere la acción conjunta del padre y de la madre:
fuerza y dulzura, sostén exterior y delicadeza íntima , abrazados por
firme vínculo en la unidad del hogar. Por eso es la orfandad una de las
desgracias más hondas, y contra ella hay que elevar asilos o
instituciones que remeden y traten de suplir el hogar insustituible.
Pero ¿hay cosa más antinatural, más viciosa, más enemiga de lo que
exigen la razón y el bien, que dejar al hijo huérfano en vida de los
padres, o porque ellos se aparten para nuevas uniones, o porque los
lleve la concupiscencia a regar vástagos al azar, con descuido de sus
primarias obligaciones paternas?
Quiere, pues, la pureza, que se respeten las normas de nuestra naturaleza fisiológica y de nuestra naturaleza racional.
¿Lo que acata esas leyes naturales, será nocivo a la salud?
Pero quien pone los medios, logra el fin. Quien vigila sus sentidos, quien aparta lo que mancha o perturba, quien selecciona y orienta sus pláticas, lecturas, amistades y actividades hacia la generosidad y la limpieza; quien llena su vida de ocupaciones y aspiraciones superiores, letras, arte, ciencia, apostolado; quien emprende, en suma, la educación de la castidad, vence en su empeño.
En conclusión: virtud perfectamente natural, perfectamente salutífero, perfectamente posible, es la pureza. Fuente de bienestar y poderío en el organismo personal y en el organismo social, hay que buscarla y defenderla con ímpetu viril, con ágil talento, con jubilosa fe. .
El derrotismo es aquí, como en todo, causa de abajamiento y postración. Quien ha luchado bravamente, sabe que el triunfo es tan alcanzable como hermoso. Sabe que la victoria de hoy prepara y facilita la victoria de mañana. Y que esa sucesión de victorias, vuelta costumbre y ley, tonifica el espíritu y el cuerpo, y da a la totalidad del hombre como a la totalidad colectiva, pujanza, elevación y plenitud.
La aventura cristiana
Esforcémonos en nuestra propia purificación y en la purificación de la atmósfera social. No es alarma de espantadizos mojigatos: la ola de fango crece de tal modo y anega tales praderas, que aun los más despreocupados despiertan ya y recapacitan. Todos tenemos sitio que nos reclama con apremio en esta campaña. Nos toca defender el sonriente decoro de nuestras mujeres y la santidad de nuestros hogares, que han sido gloria y dulzura de México aun en medio de sus ásperos cataclismos. Nos toca, singularmente a nosotros, varones católicos, hablar con el ejemplo.
No hay, sin ejemplo, salvadora eficacia. No hay apostolado fecundo sin pureza. Mirad: Sólo de la pureza de María pudo Cristo nacer; sólo la pureza es divinamente fecunda. Nuestra moral es austera, varonil, exigente. Pero somos y debemos ser, sarmientos pegados a la Vid. Y de ella brota el Vino que da, a raudales, la fortaleza que exige. Repudiar lo mediocre, amar lo heroico, pedir sublimidades: propia definición de juventud; propia definición de cristianismo.
Por
eso el cristianismo es joven siempre. Y hoy, que fango pagano hierve y
crece con nueva furia en torno nuestro, tócanos redoblar el ímpetu y
vivir esa juventud plenariamente. Saber, y sentir, y proclamar con
obras, que no somos cristianos para llevar vida fácil, sino vida
egregia. Y que el cristianismo es hoy, como en su primera aparición,
acometimiento y aventura; no asunto de rutina, sino de hazaña; no
empresa de burgueses, sino de apóstoles. {...}
¡No! No puede sostenerse, ante un examen desinteresado e imparcial, que en el sacerdote sea mejor el matrimonio que el celibato. Ilustres
escritores profanos lo han reconocido. Ya lo confesaba el francés
Michelet; ya entre nosotros López Velarde, en una página de "El
minutero"; ya lo proclamaba Víctor Hugo en Los trabajadores del mar: «Las religiones que prescriben el celibato a sus sacerdotes saben bien
lo que hacen. Nada destruye tanto el sello sacerdotal como amar a una
mujer». (3a. parte, libro III, Cap. II).
Y, si se me
permite un toque humorístico en tema tan grave, recordaré que en el
Evangelio se afirma que «no se puede servir a dos señores». Pues si no
se puede servir a dos señores, ¿qué será el querer servir al mismo
tiempo al Señor... y a la señora? .
Cristo
expresamente pide, a los escogidos que quieren seguirle más de cerca,
que dejen sus bienes, que o abandonen todo, que tomen su cruz y que lo
sigan. Pide un amor exclusivo y total, un "corazón indiviso", como
escribe San Pablo. Y ¿cómo no ha de ser así para el amor divino, si para
el amor humano lo exigimos, según canta la copla? "Corazones partidos
yo no los quiero; cuando yo doy el mío lo doy entero".
En suma. La
Iglesia Católica, al implantar el celibato para los que libremente lo
eligen al elegir el sacerdocio, no es sólo santa, a imitación de Jesús:
es también sabia. Y si espiritualmente se mira la excelsitud y grandeza
del ministerio, el celibato sacerdotal no es mutilación, sino plenitud.
Lo que dice el Concilio
Lo que dice el Concilio
El
cristianismo es siempre nuevo, pero nunca novelero. Y se ha desatado
ahora una racha de novelerías, que con grave ignorancia o ligereza se
achacan al Concilio Vaticano II. Pero si va uno a la fuente, como se
debe ir, encuentra que el Concilio nada dispone sobre aquello, o
expresamente dispone lo contrario de lo que se le atribuye. .¿Qué
dice sobre el celibato sacerdotal?, ¿Es cierto, como se propaló terca y
ruidosamente por los periódicos, que el Concilio deja esto en suspenso o
lo pone en términos borrosos? Nada de eso. He aquí su dictamen
categórico:
«El celibato, que
primero sólo se recomendaba a los sacerdotes, fue luego impuesto por ley
en la Iglesia Latina... Esta legislación, por lo que atañe a quienes se
destinan al presbiterado, LA APRUEBA Y CONFIRMA DE NUEVO ESTE
SACROSANTO CONCILIO».
Así textualmente
consta en el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros, número 16,
donde se dice, con belleza profunda, que «el celibato está en múltiple
armonía con el sacerdocio», y se exponen conceptos como los que siguen:
«La
perfecta y perpetua continencia por amor del reino de los cielos,
recomendada por Cristo Señor, aceptada de buen grado y laudablemente
guardada en el decurso del tiempo y aun en nuestros días por no pocos
fieles, ha sido siempre altamente estimada por la Iglesia, de manera
especial para la vida sacerdotal. Ella es, en efecto, signo y estímulo
al propio tiempo, de la caridad pastoral, y fuente particular de
fecundidad espiritual en el mundo».
En consecuencia:
«Exhorta este
sagrado Concilio a todos los presbíteros que, confiados en la gracia de
Dios, aceptaron el sagrado celibato por libre voluntad a ejemplo de
Cristo, a que, abrazándolo magnánimamente y de todo corazón y
perseverando fielmente en este estado, reconozcan ese preclaro don que
les ha sido hecho por el Padre y tan claramente es exaltado por el
Señor».
Nada de actitudes negativas o ambiguas; afirmación resuelta y luminosa. Pero se aluda a las mundanas objeciones:
«Y
cuanto más imposible se reputa por no pocos hombres la perfecta
continencia en el mundo del tiempo actual, tanto más humilde y
perseverantemente pedirán los presbíteros, a una con la Iglesia, la
gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden,
empleando, a par, todos los subsidios sobrenaturales y naturales, que
están al alcance de todos. No dejen de seguir, señaladamente, las normas
ascéticas que están probadas por la experiencia de la Iglesia...».
.
Finalmente, no ya a
los sacerdotes sino a todos los cristianos nos pide el Concilio la
sobrenatural estimación y el invencible afecto a esta virtud celeste:
LA VIRIL CASTIDAD
«Ruega,
por ende, este sacrosanto Concilio no sólo a los sacerdotes, sino
también a todos los fieles, que amen de corazón este precioso don del
celibato sacerdotal...».
LA VIRIL CASTIDAD
Y aquí es donde
parece oportuno que enfoquemos, ya en su aspecto más amplío y general,
este problema palpitante: la castidad varonil. Demasiado
sé que en la hora de hoy, mientras no zambullimos en el fango como en
una piscina, puede sonar a estrafalario hablar de castidad varonil; mas
precisamente por eso hay que hablar, franca, directa, masculinamente.
¡La viril
castidad! Virtud de hombres. No de cobardes, no de apocados, no de
enfermizos, no de rutinarios, virtud de hombres, que comprenden cuan
cargada de experimentadísimo saber está aquella ecuación del victorioso
mariscal Foch: "Victoria: igual a: Voluntad".
Mas para poner el
peso todo de la voluntad en esta batalla y traducir la guerra en
victoria, es forzoso ganar primero el entendimiento. Deshacer prejuicios
lanzados por la pereza, la concupiscencia, el interés vergonzante: «La
castidad se dice en triples objeciones: es antinatural; la castidad es
nociva a la salud; la castidad es imposible».
Siempre he
creído que la fe es una castidad. Y creo también que la castidad es una
fe. Sin fe en ella, sin la certidumbre y el ímpetu propios de la fe, la
castidad será ilusoria o precaria. Hay que enraizar esta certeza, y
luego, echarla a florecer en actos.
Nosotros, los
varones, exigimos pureza en la mujer. No estamos todavía tan
prostituidos como para aceptar en la hermana, en la novia, en la esposa,
en la hija, el deshonor. Y si somos, con plena justicia, exigentes, y
no pensamos que en la mujer sea antinatural, ni nociva, ni imposible la
pureza ¿por qué ha de serlo en el hombre? Del mismo barro estamos hechos
y nuestros organismos son recíprocos.
Cierto es que ruge más bronco el huracán en el hombre y exige mucho más brava resistencia. Cierto que la caída de la mujer tiene repercusiones infinitamente más subversivas y dramáticas en el hogar y en la sociedad. Pero la moral es una para todos; el decálogo rige para mujeres y varones por igual. Y, para el cristiano, esa norma igual es firme y diáfana. Continencia absoluta en el célibe; fidelidad perfecta en el casado. Y, dentro del matrimonio, nada que artificialmente frustre el designio de la naturaleza: la vida que puede venir.
Norma austera y
sagrada. Norma de salud y pujanza en lo personal y en lo social. Norma
que defiende precisamente los fueros y propósitos de la naturaleza,
vivificándolos y enriqueciéndolos de savia sobrenatural.
Ni antinatural, ni nociva, ni imposible...
¿Lo que acata esas leyes naturales, será nocivo a la salud?
La razón, la
experiencia, la ciencia, claman que no. Es, en cambio, patente el
estrago que en la salud consuman los descarríos sexuales. Agotamientos
prematuros, desajustes nerviosos, enfermedades inmundas, lacras
hereditarias. ¿Y no sabe a estólido sarcasmo, que se invoque la salud
para defender tal catástrofe de la salud?
Pero, sin llegar
al extremo, ¿no nos consta, por experiencias cotidianas, que la
continencia es parte esencial en el buen entrenamiento del pugilista,
del torero, del atleta, del deportista? ¿Qué quiere esto decir sino que
la incontinencia es enemigo del vigor, y la continencia su aliada?
¿No
sabemos, otro dato a la vista cómo el hombre suele imponer forzada
abstención a animales que intenta precisamente llevar y lleva así a un
máximo desarrollo y crecimientos.
Es que el licor de
la vida no tiene por único objeto comunicarla, sino también
fortalecerla y aumentarla en el organismo propio. Si la actividad
exterior se limita por la sobriedad o se suprime por la abstención,
aquella vital substancia se aprovecha en lo personal, e "intensifica
nuestras actividades fisiológicas, mentales y espirituales". Estas
últimas son palabras de un sabio, el insigne doctor Alexis Carrel, en su
libro "L'homme, cet inconnu". Y ésta y otras verdades convergentes, son
conocidas y proclamadas por todos los positivamente serios hombres de
ciencia, cuyos testimonios sería fácil tarea entretejer.
¿A qué se debe el
hecho, notorio hoy día como a lo largo de muchos siglos, del nervio
físico y mental, de la longevidad fecunda tan frecuente en monjas y
religiosos, sino a una vida sobria y ordenada que tiene por primordial
cimiento la castidad?
Y luego decir que
lo que va de acuerdo con las leyes de la naturaleza, que lo que favorece
y vigoriza la salud, no es ni podría ser imposible. Difícil,
sí, difícil como todo lo excelso. Como todo lo que en el hombre intenta
domeñar el apetito e imponer el señorío de la razón. Difícil
aquí, singularmente, por lo universal e imperativo de la propensión que
tiende al desbocamiento; difícil, por la errónea mentalidad que en esto
prevalece y actúa con fuerza de atmósfera social; difícil, finalmente,
porque en torno nuestro todo conspira hipócrita o descaradamente contra
la pureza, en vez de tender a preservarla, fortalecería y educarla.
Nos incumbe, por
tanto, enderezar nuestro juicio, robustecer nuestro propósito, y
trabajar después, en lo personal y en lo social, en el orden de las
ideas y en el orden de las costumbres, por todo lo que respete,
salvaguarde, corrobore, estimule la pureza.
Atletismo espiritual
Claro que si el
pensamiento se ensucia a la continua, si los ojos van tras la imagen
provocadora y el espectáculo lascivo, si conversaciones y lecturas
mueven la imaginación y familiarizan en la torpeza, si los bailes
suscitan y exacerban inclinaciones inconfesables, si en todo y por todo
la sensualidad reina y se cultiva y desboca, nadie podrá súbitamente
pararse a la mitad del resbaladero. El que no quiero caer, no se entrega
a la pendiente. Quien se arroja a la catarata que se despeña, no podrá
remontarla. Pero quien pone los medios, logra el fin. Quien vigila sus sentidos, quien aparta lo que mancha o perturba, quien selecciona y orienta sus pláticas, lecturas, amistades y actividades hacia la generosidad y la limpieza; quien llena su vida de ocupaciones y aspiraciones superiores, letras, arte, ciencia, apostolado; quien emprende, en suma, la educación de la castidad, vence en su empeño.
La pureza es
perfectamente posible. La pureza es un hecho, pero un hecho glorioso que
requiere hombría. No en balde nuestro egregio castellano la llama, en
su plenitud, «entereza».
Decretar imposible
lo que no se tiene la virilidad de acometer, es subterfugio de
cobardes. Imposibles parecen las proezas de fuerza y agilidad en los
atletas. Pero el triunfo que presenciamos es la coronación de un
esforzado, tesonero, severísimo entrenamiento. Sin éste, el atletismo es
imposible. Y la castidad es atletismo espiritual. En conclusión: virtud perfectamente natural, perfectamente salutífero, perfectamente posible, es la pureza. Fuente de bienestar y poderío en el organismo personal y en el organismo social, hay que buscarla y defenderla con ímpetu viril, con ágil talento, con jubilosa fe. .
El derrotismo es aquí, como en todo, causa de abajamiento y postración. Quien ha luchado bravamente, sabe que el triunfo es tan alcanzable como hermoso. Sabe que la victoria de hoy prepara y facilita la victoria de mañana. Y que esa sucesión de victorias, vuelta costumbre y ley, tonifica el espíritu y el cuerpo, y da a la totalidad del hombre como a la totalidad colectiva, pujanza, elevación y plenitud.
La aventura cristiana
Esforcémonos en nuestra propia purificación y en la purificación de la atmósfera social. No es alarma de espantadizos mojigatos: la ola de fango crece de tal modo y anega tales praderas, que aun los más despreocupados despiertan ya y recapacitan. Todos tenemos sitio que nos reclama con apremio en esta campaña. Nos toca defender el sonriente decoro de nuestras mujeres y la santidad de nuestros hogares, que han sido gloria y dulzura de México aun en medio de sus ásperos cataclismos. Nos toca, singularmente a nosotros, varones católicos, hablar con el ejemplo.
No hay, sin ejemplo, salvadora eficacia. No hay apostolado fecundo sin pureza. Mirad: Sólo de la pureza de María pudo Cristo nacer; sólo la pureza es divinamente fecunda. Nuestra moral es austera, varonil, exigente. Pero somos y debemos ser, sarmientos pegados a la Vid. Y de ella brota el Vino que da, a raudales, la fortaleza que exige. Repudiar lo mediocre, amar lo heroico, pedir sublimidades: propia definición de juventud; propia definición de cristianismo.
Alfonso Junco (Obra de 1960)
¡Viva Cristo Rey!
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